Llamados a ser santos

Llamados a ser santos
“Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad.” (San Juan Pablo II).

viernes, 10 de marzo de 2017

«¿Qué has hecho de tu hermano?»



“El fenómeno de las migraciones, con su compleja problemática, interpela, hoy más que nunca, a la comunidad internacional y a todos y cada uno de los Estados. Éstos, por lo general tienden a intervenir mediante el endurecimiento de las leyes sobre los emigrantes y el fortalecimiento de los sistemas de control de las fronteras, y las migraciones pierden así la dimensión de desarrollo económico, social y cultural que poseen históricamente. En efecto, se habla cada vez menos de la situación de emigrantes en los países de procedencia, y cada vez más de inmigrantes, haciendo referencia a los problemas que crean en los países en los que se establecen.
La emigración va tomando características de emergencia social, sobre todo por el aumento de los emigrantes irregulares, aumento que, a pesar de las restricciones en curso, resulta inevitable. La inmigración irregular ha existido siempre y a menudo ha sido tolerada porque favorece una reserva de personal, con el que se puede contar en la medida en que los emigrantes regulares suben en la escala social y se insertan de modo estable en el mundo del trabajo.
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Es preciso prevenir la inmigración ilegal, pero también combatir con energía las iniciativas criminales que explotan la expatriación de los clandestinos. La opción más adecuada, destinada a dar frutos consistentes y duraderos a largo plazo, es la de la cooperación internacional, que tiende a promover la estabilidad política y a superar el subdesarrollo. El actual desequilibrio económico y social, que alimenta en gran medida las corrientes migratorias, no ha de verse como una fatalidad, sino como un desafío al sentido de responsabilidad del género humano.
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Para la solución del problema de las migraciones en general, o de los emigrantes irregulares en particular desempeña un papel relevante la actitud de la sociedad a la que llegan. En esta perspectiva es muy importante que la opinión pública esté bien informada sobre la condición real en que se encuentra el país de origen de los emigrantes, los dramas que viven y los riesgos que correrían si volvieran. La miseria y la desdicha que les afectan son un motivo más para salir generosamente al encuentro de los inmigrantes.
Es necesario vigilar ante la aparición de formas de neorracismo o de comportamiento xenófobo, que pretenden hacer de esos hermanos nuestros chivos expiatorios de situaciones locales difíciles.
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En la Iglesia nadie es extranjero, y la Iglesia no es extranjera para ningún hombre y en ningún lugar. Como sacramento de unidad y, por tanto, como signo y fuerza de agregación de todo el género humano, la Iglesia es el lugar donde también los emigrantes ilegales son reconocidos y acogidos como hermanos. Corresponde a las diversas diócesis movilizarse para que esas personas, obligadas a vivir fuera de la red de protección de la sociedad civil, encuentren un sentido de fraternidad en la comunidad cristiana.
La solidaridad es asunción de responsabilidad ante quien se halla en dificultad. Para el cristiano el emigrante no es simplemente alguien a quien hay que respetar según las normas establecidas por la ley, sino una persona cuya presencia lo interpela y cuyas necesidades se transforman en un compromiso para su responsabilidad. «¿Qué has hecho de tu hermano?» (cf. Gn 4, 9). La respuesta no hay que darla dentro de los límites impuestos por la ley, sino según el estilo de la solidaridad.
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«Era forastero, y me acogisteis» (Mt 25, 35). Es tarea de la Iglesia no sólo volver a proponer ininterrumpidamente esta enseñanza de fe del Señor, sino también indicar su aplicación apropiada a las diversas situaciones que sigue creando el cambio de los tiempos. Hoy el emigrante irregular se nos presenta como ese forastero en quien Jesús pide ser reconocido. Acogerlo y ser solidario con él es un deber de hospitalidad y fidelidad a la propia identidad de cristianos.”

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